Columna de
Emiliano Abad García y Jesús Izquierdo Martín, de la Asociación Española de Historia Pública
Publicada por InfoLibre el 30 de enero de 2024
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A partir de las declaraciones realizadas por el ministro Ernest Urtasun, así como a sus repercusiones en redes sociales y otros medios de comunicación, nos parece oportuno realizar los siguientes comentarios: en su primera pregunta, la periodista menciona el Museo Nacional de Antropología, el Museo Nacional del Prado y el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza. Sin embargo, tanto ella como el ministro se olvidan del Museo de América de Madrid: el único museo en el mundo dedicado al continente. El museo reúne al menos dos características que creemos pertinente puntualizar. Primero, este es un museo público, que depende del Estado central, más específicamente del Ministerio de Cultura que ahora dirige el señor Urtasun. En otras palabras, es un museo público que, de alguna manera, exhibe el relato oficial que el Estado y buena parte de la sociedad tienen sobre el “descubrimiento, conquista y colonización” de América. Y cuando decimos “relato”, que puede sonar un poco snob o pretencioso, lo que estamos diciendo es que en el museo se exhibe cómo el Estado y los españoles hemos decidido contarnos nuestra propia historia. Esto incluye nuestra relación con otras culturas, una relación en muchos casos amistosa y de cooperación mutua, pero que en otras ocasiones se tradujo en una relación de poder claramente asimétrica, en donde muchas poblaciones fueron directamente explotadas, esclavizadas, racializadas y/o exterminadas (un proceso que tampoco fue unilateral y que en muchos casos contó con la ayuda y complicidad de las poblaciones locales, lo que no nos quita ni un ápice de responsabilidad). Si nosotros, como españoles, queremos o necesitamos contar esta historia –porque, después de todo, para eso existe un museo dedicado a América, porque nadie nos obligó a tenerlo–, debemos ser capaces de dar cuenta de los pasajes menos nobles y más conflictivos de nuestro propio pasado.
La segunda característica se centra en los orígenes de la institución. El Museo de América se fundó en 1941. Fue creado por la dictadura franquista como una forma de, dadas las penurias y dificultades de la posguerra, volver a unir a los españoles bajo el paraguas de la “Hispanidad”. Dicho de otra manera, el régimen apeló a la gran gesta del descubrimiento de América como una forma de levantar el espíritu y de llenar de orgullo a los españoles (algo que, por cierto, también hizo el bando republicano con la creación del Museo de Indias en 1937, un museo que, dada su derrota en la guerra, nunca llegó a inaugurarse). Franco murió en 1975 y en 1978 España sancionó su nueva Constitución. En 1981 el museo cerró temporalmente sus puertas para dar inicio a un proceso de reforma de su discurso historiográfico. ¿Por qué? Porque la nueva España democrática no podía seguir celebrando y legitimando el discurso franquista sobre la conquista de América, un discurso basado en la “salvación” y “civilización” de los pueblos americanos, a los que les llevamos la cultura, el idioma y la religión (por cierto, ¿nada arrebatamos?). En 1986 España ingresó en la hoy Unión Europea y empezó a identificarse como un país moderno, “europeo”, plural –de ahí el sistema de Autonomías– y, por supuesto, industrializado. Y no es casualidad que, para celebrar el “regreso” de España al “primer mundo”, se haya elegido el V Centenario del Descubrimiento de América. ¿Por qué, si no, los Juegos Olímpicos de Barcelona y la Exposición Universal de Sevilla, dos de los acontecimientos más importantes de nuestra historia reciente, acabaron celebrándose en 1992? Al igual que en la dictadura, la nueva España democrática volvió a recurrir a la historia del colonialismo como una forma de contarse a sí misma; es decir, de definir su identidad y de proyectarse en el exterior. Madrid, la antigua metrópolis, acompañó la efeméride con la reapertura del Museo de América que, si bien debía abrir sus puertas en 1992, retrasos varios hicieron que fuera reinaugurado el 12 de octubre de 1994. Otra España, otro museo y otro relato.
De nuevo, llama la atención que ni la periodista ni el ministro de Cultura, Ernest Urtasun, hayan siquiera mencionado el Museo de América. El asombro es todavía mayor cuando recordamos que el nuevo museo fue auspiciado por un partido de izquierdas, el Partido Socialista Obrero Español, que a finales de la década de los ochenta promovió la creación de un nuevo discurso y de una nueva exposición permanente (que, al menos sobre el papel, debía ser distinta a la visión franquista sobre la conquista de América). Este es el discurso que sigue vigente en la actualidad, treinta años después. Ahora bien, cabría preguntarse qué tan científico, qué tan riguroso y qué tan democrático es el nuevo Museo de América, un museo que, paradójicamente, parece ser el gran olvidado cuando hablamos de memoria y colonialismo. En el mejor de los casos, se habla de una especie de “descolonización” que queda siempre reducida a la “restitución” de piezas, tal y como lo hizo el antecesor de Urtasun, el ministro Miquel Iceta, cuando a finales de 2022 abordó el tema, aunque de forma muy breve y precaria, lo que no lo eximió de recibir una gran oleada de críticas, incluso desde los sectores supuestamente más progresistas del mundo académico.
La periodista y el ministro Urtasun situaron el debate en un contexto de índole internacional, más específicamente europeo. Sin ir más lejos, esta reducción del debate sobre la memoria colonial a la historia de los museos y a la restitución de piezas está siendo la estrategia seguida por los principales países de nuestro entorno con una larga tradición colonial, como Francia, Bélgica o los Países Bajos (y dejamos deliberadamente fuera a Inglaterra, que también se resiste a abrir el debate, al menos en lo relativo a las piezas de origen colonial). Creemos, sin embargo, que quizá el problema no sea tanto las colecciones –como parecen sugerir la periodista y el ministro Urtasun–, sino qué se hace con ellas. En otras palabras, el problema no es tanto quién tiene derecho a conservar los objetos –un debate que hay que dar, consultando a todos los involucrados–, sino qué historia se cuenta y cómo podemos relacionarnos con los acontecimientos más polémicos y espinosos de nuestro propio pasado. Para dejarlo todavía más claro, no tenemos que caer en la trampa de reducir el debate sobre el colonialismo a un debate sobre las piezas, que a veces también incluye la exhibición morbosa de momias y restos humanos, tal y como sucede en el Museo de América. Es más, el museo sigue ignorando todas las recomendaciones éticas y deontológicas de los principales organismos internacionales vinculados a la materia, como el ICOM o la UNESCO. Se trata, por el contrario, no tanto de “restituir” colecciones, sino de “resignificar” relatos, sobre todo en el marco de una sociedad supuestamente plural y democrática. ¿O acaso la sociedad española de 2024 es igual a la sociedad española de la década de los sesenta o de principios del siglo XVIII?
Desde la Asociación Española de Historia Pública creemos que cualquier debate sobre el colonialismo no debería olvidarse del Museo de América, como tampoco debería olvidarse de nuestra gran Fiesta Nacional: el 12 de octubre, Día de la Hispanidad. España celebra su propia existencia –es decir, su historia y su sentido de comunidad– con un acto de conquista que tuvo lugar a miles de kilómetros de distancia, directamente en otro continente; y lo sigue celebrado año tras año. El 12 de octubre es Fiesta Nacional desde 1918, siendo el festivo más longevo y más duradero de toda la historia moderna. Fue festivo durante el reinado de Alfonso XIII, pero también durante la Segunda República, la Guerra Civil, la dictadura franquista y desde la instauración del nuevo régimen democrático. ¿No tenemos acaso otras efemérides, otras formas de relacionarnos con nuestro propio pasado que no impliquen un acto de conquista hacia otros pueblos y culturas? Y aquí tenemos que insistir en que el principal acto oficial del 12 de octubre, Día de la Hispanidad, no es un acto de comunión entre pueblos, sino un desfile militar que, de algún modo, sigue siendo una exhibición de poder y superioridad cultural. Y eso no se reduce en lo absoluto a América, sino que también incluye a Filipinas, Marruecos, el Sáhara y Guinea Ecuatorial. El silencio rampante que el Estado y la sociedad española proyectan sobre la historia del colonialismo atraviesa todo el espacio público. De hecho, muchos jóvenes –y no tan jóvenes– no saben que Guinea Ecuatorial fue colonia española hasta 1968, que en términos historiográficos fue “ayer” o “hace cinco minutos”. Por eso, mientras que las primeras respuestas al ministro Urtasun se centraron en el “qué pasó” –diciendo que el colonialismo español no fue ni de cerca todo lo brutal, racista y sanguinario que sí fue el colonialismo belga–, creemos que este debate debería estar acompañado por una discusión todavía más general, centrado en cómo se recuerda y en qué lugar debería ocupar el colonialismo en el presente (y en el futuro).
1) En Europa existe una conexión ineludible entre el pasado colonial y el presente multicultural. No es coincidencia que casi todas las comunidades migrantes viviendo en el continente –y, sobre todo, las más pobres y racializadas– provengan de contextos con una larga tradición de conquista, explotación y colonialismo. Es decir, la gran mayoría de “inmigrantes” provienen de países o regiones que en algún momento fueron colonia, no necesariamente de España, pero sí de Europa o, para ser más precisos, de una matriz de expansión claramente moderna y occidental. Al respecto, conviene recordar que el primer crimen juzgado en España por motivos raciales fue el asesinato en 1992 de una inmigrante de origen dominicano y herencia negro-africana, Lucrecia Pérez, convirtiéndose en uno de los grandes resabios del Quinto Centenario del “Descubrimiento” de América.
2) A pesar de estar presente en casi todos los aspectos de nuestra vida cotidiana, nadie –o muy pocos, tal y como se vislumbra en la entrevista al ministro y en todas las reacciones posteriores–, parece ser realmente consciente de la relación entre el pasado colonial y el presente multicultural de la sociedad española. Nosotros, desde la Asociación Española de Historia Pública, creemos que esto es un problema. ¿Por qué? Porque pone en evidencia el gran triunfo del relato franquista, un relato que ha sido asumido de forma directa –sin haber sido revisado ni discutido– por los sectores tanto de derechas como de izquierdas del nuevo régimen democrático. Y la izquierda, lejos de abrazar un silencio basado en la vergüenza o el arrepentimiento, la gran mayoría de las veces acaba reproduciendo casi el mismo discurso de herencia franquista repetido por la derecha. De regreso a las cosas del comer, hemos comprobado que buena parte de la sociedad civil no es capaz de reconocer qué fenómenos contemporáneos como el racismo, la xenofobia o todo tipo de discriminación en los ámbitos de la salud, el trabajo, la educación o el acceso a una vivienda digna también están profundamente arraigados en la historia del colonialismo. En síntesis, la gran mayoría de la población no logra poner críticamente en común los problemas políticos y de integración de nuestras actuales sociedades multiculturales y, por otro lado, las grandes deudas y herencias del colonialismo.
3) España necesita y se debe un debate serio, crítico y reflexivo sobre su larga tradición colonial. Este es uno de los grandes déficits de la sociedad española, más aún cuando lo comparamos con el estado actual de otros debates análogos como, por ejemplo, el de la Ley de Memoria Democrática, aprobada el 19 de octubre de 2022. No es un detalle menor que, si bien esta fue una ley creada para supuestamente democratizar la memoria totalitaria legitimada por el franquismo, el texto no hace mención alguna a otra memoria también totalitaria y muy poco democrática como es la memoria colonial y/o vinculada a la esclavitud. Y a pesar de lo que digan los grandes defensores de la memoria oficial, España fue un gran centro esclavista, sobre todo del siglo XVII a principios del siglo XIX, con muy poco que envidiar a otras potencias vecinas como Francia, Portugal o Inglaterra (con muchas poblaciones que, lejos de ser deportadas a las colonias, se quedaron viviendo como esclavos en la península, pudiendo rastrear a sus herederos –también españoles, como nosotros– hasta la actualidad). Ahora bien, las actuaciones del Estado y de buena parte de la sociedad en aras de poner en común y problematizar el vínculo histórico de España con la esclavitud han sido insignificantes, por no decir directamente nulos. Sin ir más lejos, durante casi treinta años –de 1994 a 2023– el Museo de América negaba la trata de esclavos y decía, sin que nadie se quejara o protestara, que las poblaciones negras de África habían simplemente “emigrado a América”. De hecho, así se llamaba la vitrina correspondiente: “Emigración Africana”. Perverso, sin duda.
El silencio vergonzante con respecto a la esclavitud o la historia del colonialismo revela que el debate es casi urgente. Pero, de nuevo, no nos referimos a un debate cualquiera, sino a un debate que no sea maniqueo, dicotómico ni moralista. Esto es, a un debate que no se reduzca a una oposición simple e ingenua entre “buenos” y “malos”, a la ya rancia disputa entre la leyenda negra y la leyenda rosa o algo tan poco productivo y fuera de foco como “nosotros no fuimos santos, pero los otros –ingleses, franceses, etc.– fueron peores” (algo así como decir que, a pesar de haberle pegado a mi mujer, yo no soy tan malo, porque mi vecino, de origen belga –para seguir el ejemplo ofrecido por el ministro–, le pega más y más fuerte). Este tipo de debates cancelan la densidad de la historia y la complejidad de lo cotidiano. Es más, nos ofrecen muy pocas herramientas para fomentar el desarrollo de una ciudadanía crítica y responsable, capaz de desnaturalizar el presente y dar cuenta de las relaciones de poder y exclusión que siguen definiendo nuestra vida en comunidad. En otras palabras, se trata de cambiar el mapa afectivo de la conquista no desde lo que pasó hace 500 años –en donde todo queda reducido a si fuimos “buenos” o “malos” o, en efecto, a qué tan “crueles” y “sanguinarios” fueron los otros–, sino desde cómo lidiamos en el presente con las consecuencias que el colonialismo sigue produciendo sobre fenómenos como el racismo, la xenofobia o los problemas de integración ciudadana. Porque nosotros –los españoles del presente– no somos culpables de los excesos del pasado, pero sí somos responsables de qué hacer con tales excesos. Es decir, sí somos responsables de cómo, a través de un debate serio y reflexivo, fomentar el desarrollo de una sociedad cada vez más plural, inclusiva y tolerante.
4) En relación con todo el “debate colonial”, el ministro de cultura sostiene que “Lo estamos acabando de ver. La voluntad es ir poco a poco”. Al parecer, el Gobierno tiene la intención –todavía no declarada, más allá del tibio intento del ministro Iceta a finales de 2022– de empezar a discutir el asunto. Ahora bien, cabría preguntarse cuáles van a ser los términos de este debate. Esto es, si lugares como el Museo de América o el Día de la Hispanidad van a ser parte de esta apertura, sin olvidarnos de instrumentos como la “Ley de Memoria Democrática”, que podría dar lugar a una ley parecida, pero centrada en la memoria colonial y/o de la esclavitud. De todos modos, para nosotros la pregunta más importante es sobre quiénes van a intervenir y a quiénes se va a convocar a participar en todo el proceso. ¿Va a ser un debate abierto a toda la ciudadanía? ¿Se va a convocar a otros países, pueblos y culturas? ¿Sí?, ¿Dónde y/o quiénes van a elegirlos? ¿Qué peso se le va a dar a los historiadores, antropólogos y a otros especialistas, tanto de España como de otras latitudes, sobre todo de América, Asia y África? ¿Y a las comunidades de inmigrantes, muchas de ellas descendientes y/o herederas de culturas colonizadas, racializadas y esclavizadas? ¿Qué sitio van a ocupar en todo el proceso, qué lugar se le va a conceder a otros saberes, lenguas y experiencias no necesariamente hegemónicos ni occidentales? Desde la Asociación Española de Historia Pública estamos convencidos de que este es un debate que debería estar abierto a toda la ciudadanía atendiendo a sus respectivos intereses y sensibilidades, en donde no todos los saberes y opiniones deberían tener el mismo peso, pero en donde sí deberían ser al menos escuchados. Se trata, en definitiva, de abrir el diálogo y de no negar el debate. Porque, tal y como sucedió con las diferentes reacciones a la entrevista al ministerio de Cultura, Ernest Urtasun, no todo el que quiera o considere oportuno romper el silencio hegemónico sobre la memoria colonial y de la esclavitud es un enemigo de España ni un embajador de la leyenda negra.
Todas estas preguntas parten de un supuesto muy básico, casi elemental y que, sin embargo, todas las repercusiones vinculadas a las palabras del ministro Urtasun parecen pasar por alto. De una u otra forma, todos seguimos en busca de una única historia, de esa historia “final”, “verdadera” y “definitiva” sobre el colonialismo, la esclavitud y la historia de España fuera de sus fronteras. Más allá de todos los debates en los que los historiadores están inmiscuidos desde hace décadas, casos análogos y tan espinosos como la Guerra Civil nos demuestran que no es tan sencillo como parece. Las diferentes versiones sobre el colonialismo existen en boca de los americanos –y, sobre todo, de las poblaciones más explotadas y racializadas–, pero también de generaciones de europeos que vieron cómo el proyecto de expansión colonial reconfiguró las dinámicas sociales, políticas y económicas de su propia cultura. No todos los españoles se beneficiaron del colonialismo, como no todos los indios, negros, filipinos, etc., se vieron perjudicados por el contacto con los europeos. Las poblaciones de Europa padecieron un poder análogo al de las colonias, lo que no significa que España –o, si se quiere, la gran mayoría de potencias europeas– no se hayan beneficiado en exceso del proyecto de expansión colonial. De esta manera, si existen distintas versiones sobre la historia del colonialismo, estas versiones existen no solo porque hay diferentes culturas, sino por una razón casi evidente: ¿cómo podría existir una única versión de uno de los acontecimientos más importantes y duraderos de la historia de la humanidad? ¿Cómo podría existir un único discurso sobre un proceso que afectó a la vida de millones de personas, que esclavizó y racializó a comunidades enteras y que, además de ser constitutivo de fenómenos como el capitalismo o la modernidad, modificó el mapa mundial de poder y riqueza y que, de hecho, inventó lo global, al menos tal y como lo conocemos?
Al negar que la historia del colonialismo y la esclavitud debe ser algo que merece la pena ser discutido, estamos rechazando dos elementos centrales de la democracia. Primero, el simple hecho de que no todos somos iguales, que tenemos distintos pasados, distintas memorias, distintas experiencias y, por ende, distintos proyectos de vida. Segundo, también estamos negando que, a pesar de sus falencias y dificultades, la democracia sigue siendo la mejor forma de resolver estas diferencias de un modo pacífico y participativo. Por último, al rechazar que la historia del colonialismo debe ser algo que merece la pena ser problematizado en el espacio público, estamos perdiendo una gran oportunidad de crecer como país, en el sentido más cívico del término, profundizando en el pensamiento crítico y en aquellas preguntas que, aun siendo incómodas, son muy necesarias para mejorar nuestras capacidades de diálogo, tolerancia y respeto.
Hay debates que surgen cuando menos se los espera. Llevamos mucho tiempo renunciando a colocar el tema del colonialismo en el centro del debate público; ahora bien, hay ya demasiada presión para que ese momento no eclosione. Puede que las “problemáticas” palabras del ministro no detonen la discusión o el diálogo en torno al tema, pero se nota en los medios que hay un runrún que empuja, que hay temas vinculados a nuestro pasado que no pueden ser solo materia de expertos que discuten en los pequeños círculos académicos. El colonialismo, la conquista, el esclavismo, la circulación asimétrica de culturas, la subalternidad, la vulnerabilidad…, son todos ellos temas incómodos que llaman a nuestra puerta. ¿La abrimos?
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