España no es un país en el que la historia académica haya tendido a abrirse a públicos más amplios, más allá de los definidos por el mundo institucional. Durante años, el pasado ha estado confinado a una comunidad que esgrimía su autoridad y se cerraba a otras historias y métodos fuera de su control disciplinario. La radio, el cómic, los videojuegos, la literatura histórica y muchos otros medios que relatan acontecimientos históricos o plantean debates sobre el pasado fueron considerados artefactos secundarios, dispositivos infectados de subjetivismo y, por consiguiente, expulsados de la historia profesional: una historia sin mucha tradición en la narración, en la figuración, en la poética, una historia «sin texto». Estas rígidas fronteras académicas se crearon como respuesta a la crítica de las mentiras del franquismo, apoyándose en el documento escrito como principal prueba de investigación. Pero han pasado ya cuarenta años.
En las dos primeras décadas del siglo XXI, ha surgido una intensa presión por parte de los ciudadanos, con el objetivo de explicar lo que ya no podían dar por sentado: un país que cuenta la historia de un único destino eurocéntrico y predeterminado. De repente, España se enfrentó a una enorme estafa económica, seguida de una democracia desacreditada y una crisis pandémica. Esta aparición de métodos y medios históricos que buscan contar la historia desde otros puntos de vista, con formatos diferentes, ha ido agrietando los muros de la disciplina, obligándola a entrar en diálogo con los productores de narraciones que surgen de la sociedad civil, planteando debates de muy diversa índole. Para dar cuenta de ello, un grupo de historiadores hemos creado la Asociación Española de Historia Pública. Por el momento, tenemos que esperar a que las cosas mejoren en España, pero nuestro ánimo no decae porque creemos que ha llegado el momento de que los ciudadanos, todos los ciudadanos, puedan discutir públicamente sobre nuestro pasado.