Columna de Jesús Izquierdo Martín y Emiliano Abad García, de la Asociación Española de Historia Pública
Publicada por InfoLibre el 17 de febrero de 2024
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El pasado es aquello que ocurrió y la historia es el relato de lo acontecido. Este podría ser el punto de partida para confrontar el debate sobre la descolonización que se va abriendo paso en la sociedad civil española. Si la historia es narración del pasado, entonces caben tantas interpretaciones como posiciones cambiantes de los grupos o individuos que lo enuncian. Y es que la sociedad no es consenso en torno a la verdad, sino conflicto: sin este, no habría ni pasado ni historia, no habría, en fin, actores en movimiento ni relatores que mudan a la vez que cuentan tales acciones. Ahora bien, hay también momentos de precario consenso. Lo sabemos porque en torno a nuestra relación con América, los saberes/opiniones conservadores y progresistas del país no han dejado de compartir una imagen a-conflictual entre España y las culturas indígenas americanas. Para muestra, un botón: el discurso que emana del Museo de América es el principal aval de esta vinculación dadivosa entre los que daban -religión, idioma y cultura- y los que la recibían con gratitud. No hubo conquista; hubo descubrimiento. Los dos momentos fundacionales del museo, el franquista y el democrático, han mantenido esta interpretación sin fisuras, como si el conflicto fuera contraproducente para el sostenimiento de una identidad -la nacional- en la que todo es América. Sin ella, no somos. Nos une, nos teje, nos respalda, en el tiempo y en el espacio. Por eso cualquier manifestación sobre la descolonización de nuestro pasado tiene el efecto que mentar a la bicha de la “ruptura de España”: hay demasiado en juego, más incluso que la manida ley de amnistía.
Es palmario el empecinamiento de determinados medios de comunicación por descalificar al ministro de Cultura debido a sus declaraciones relativas a la descolonización de los museos españoles siguiendo la pauta de Bélgica. Como eurodiputado en Bruselas, Ernest Urtasun fue testigo de un proceso de ajuste poscolonial -una reinterpretación democrática de los relatos colonialistas- en relación con el principal museo sobre la presencia belga en la República Democrática del Congo. Ni es nuestra postura ni creemos que ambos casos sean parangonables. Pero, sobre todo, no compartimos la posición tan manida de aquellos medios de apelar a intelectuales y expertos afines para avalar un argumento o un mero enunciado, como si fueran una legión monolítica que abogara por despejar las dudas sobre nuestra vieja relación con terceros a partir de un único axioma: el vínculo hispanoamericano fue imperial y se desarrolló a partir de reconocimiento mutuo entre súbditos -y luego ciudadanos- iguales. Es difícil aunar posiciones cuando se esgrimen axiomas que obedecen más a fijaciones identitarias -la nación española- que a la apertura de un debate democrático entre ciudadanos. En nuestro caso, no estamos por la labor de erigir una verdad absoluta frente a quienes consideran que sus enunciados han sido profanados. Lo que queremos es suscitar algunas dudas con el objetivo de tensionar las interpretaciones esencialistas de lo hispano frente a la alteridad.
La lectura conservadora -y no tanto- de nuestro vínculo con América sigue sosteniendo que con aquellas poblaciones y territorios no se construyó ningún vínculo colonial: las Indias conformaron lo que se consideraba Nueva España y nuestra relación fue la de un imperio que logró hibridar, emancipando, grupos autóctonos principalmente mediante el catolicismo y el castellano. Se puede asumir técnicamente este supuesto; pero ¿no tiene esta categorización más que ver con un formalismo político-legal inventado por los juristas -el “requerimiento”- que con una relación social? La práctica expansiva española “requería”, desde la autoridad papal y regia, a los indígenas para que se convirtieran en vasallos del rey, súbditos que, al igual que los españoles peninsulares, podían acudir a los tribunales, aunque no hablaran castellano ni supieran muy bien las razones de la injerencia de un poder externo. Un español, para nada sospechoso de “proindigenismo”, Martín Fernández de Enciso (1469 – c. 1533), cuenta así la respuesta que le dieron los indios Sinú (Colombia) a un requerimiento según el cual el “Santo padre como Señor del universo había hecho merced de toda aquella tierra de las Indias y del Cenú al rey de Castilla”, a lo que los indígenas respondieron que “el Papa debería estar borracho cuando lo hizo, pues daba lo que no era suyo, y que fuese allá á tomarla que ellos le pondrían la cabeza en un palo”. Vasallaje coercitivo. Aun así, supongamos que, a la larga, el requerimiento generaba igualdad entre aquellos españoles de ambos lados del océano Atlántico.
Ahora bien, ¿qué igualdad podría establecerse a partir de la construcción de unas relaciones que “subalternizaban” o excluían a unos en detrimento de otros: que desmantelaban sentidos de vida autóctonos, que prohibían el comercio libre, que montaban una economía extractiva de materias primas y de excedentes indígenas, que limitaban la circulación de los súbditos como consecuencia de la castellanización que hasta bien entrado el siglo XVIII restringió la presencia en América de otros reinos peninsulares, excluyendo a los castellanos conversos y privilegiando a los hidalgos de sangre o de estatuto comprado. Fueron estos últimos los que emularon la sociedad señorial peninsular, la que quedaba en territorio europeo, los que, como no podían trabajar -en eso consiste también la hidalguía-, ejercían sobre los indígenas prácticas neofeudales de servidumbre. En suma, ¿qué relaciones pro-hidalgas eran estas que acentuaban el orgullo racial de los españoles y, posteriormente, el alarde criollo? ¿Vínculos de igualdad? ¿De qué demonios estamos hablando?
Los indígenas fueron situados en posiciones de servidumbre hasta el siglo XX. Y, si no eran ellos, el mercado de esclavos africanos conseguía abastecer con abundante mano de obra las necesidades hispanas. En este caso, ni siquiera eran sujetos de derecho
Podemos incluso así seguir insistiendo en que no hubo colonialismo. Vale, bien, continuemos por este derrotero y ahondemos en una servidumbre que ya no se ejercía sobre pecheros y moriscos, como en la península, sino sobre los indígenas. Los españoles -ya mayoritariamente hidalgos en América- pensaban que su condición implicaba ser servidos. No podían esclavizar a los indígenas porque el derecho romano no aceptaba la esclavitud más que por derrota militar en guerra justa. Y se entendía que la guerra indígena era defensiva. Ahora bien, dispusieron de un mecanismo crucial, la encomienda, para conformar la nueva sociedad señorial en la que fue entrando progresivamente la monarquía. Este fue el principal dispositivo con el que los indígenas fueron situados en posiciones de servidumbre o cercanas a ella hasta el siglo XX. Y, si no eran ellos, el mercado de esclavos africanos conseguía abastecer con abundante mano de obra las necesidades hispanas. En este caso, ni siquiera eran sujetos de derecho. En suma, ¿qué hacemos con los esclavos comprados y vendidos por la cuarta potencia en el ranking del tráfico de esta mercancía humana? ¿Lo seguimos borrando de nuestro pasado en una historia de ignominia? ¿Qué clase de memoria es esta?
Decir, tal y como se publicó en los principales periódicos de España, que “no hay nada que descolonizar” porque “España no tuvo colonias, tuvo virreinatos” es de un cinismo nominalista muy poco riguroso. La India también tuvo virreyes y, sin embargo, casi nadie en su sano juicio se atrevería a decir que la India no fue colonia del Reino Unido. Esta “pirueta semántica”, ya denunciada por historiadoras como Marisa González de Oleaga o José Antonio Sánchez Román, es muy sintomática de quienes se niegan a abrir el debate sobre la memoria colonial en España. Pero, continuemos el juego e insistamos con vehemencia negando una vez más la relación colonial, enalteciendo el glorioso vínculo imperial. Reaparece, sin embargo, el “Pepito grillo” de la conciencia con una nueva pregunta: ¿es que el imperio español no empleó las estructuras materiales de los indígenas en la medida que le fue posible porque su forma de conquista, lejos de consistir en la destrucción de lo precedente, implicaba la apropiación de excedentes? Aquello no era Norteamérica. Acostumbrados a las expediciones de conquista del territorio en la península y en el norte de África, los guerreros hispanos convertidos en baja nobleza y ubicados en una red de ciudadanes colonizadoras, tenían muy claro cómo logar recursos y promoción social una vez que el imperio otomano había cortado su expansión por el Magreb. Con todo, nos dirán, hubo mestizaje, lo que significa ausencia de racismo hacia los indígenas. Pero ¿este mestizaje no está más bien relacionado con la modalidad hispana de emigración de varones solteros (o casados, pero sin la esposa) que se alimentaban de las estructuras productivas locales, ocupando grandes extensiones en busca de siervos y oro ajenos al trabajo prolijo que fue común en la colonización anglosajona? Los españoles tuvieron que convivir con los indios en un entramado de colonización extensiva -no intensiva, como en Norteamérica-, que dio lugar a un enorme sufrimiento y que a menudo resultó en una muerte -para los indígenas, sin sentido, sin significado según sus cánones de muerte ritualizada- en la hoguera o en las fauces de los perros llevados por los conquistadores. En todo caso, nos dirán, nos mezclamos y ellos -los gringos- no lo hicieron. Cierto es, pero esta afirmación solo implica echar balones fuera. Es el argumento sempiterno.
Veamos ese pasado desde otro lugar: el imperio español como fórmula política. No obstante, retornan las preguntas: ¿la idea de imperio en América no resulta algo extraña cuando consideramos que no había un plan integral de diseño imperial, un plan que los Austrias sólo precisaron con el establecimiento de dos virreinatos en México y Perú que se ubicaban en las cuencas mineras con las que alimentaban sus tropas europeas? Cierto, los Borbones complejizaron aquella estructura, aplicando un sistema de contrapesos cuyo fin era que ningún poder fuera dominante, asegurándose así el arbitrio regio en las disputas. Pero aquello, como sostiene el filósofo e historiador José Luis Villacañas, aparece más bien como una permeable estructura política de endebles equilibrios que se desparramaba sobre áreas selváticas ajenas al control español y poblaciones locales a menudo traumatizadas que a veces daban lugar a motines populares motivados por el declive de los linajes indígenas. Se puede alegar que en la segunda mitad del siglo XVIII la intervención regia rompió aquellos débiles equilibrios al controlar a las milicias criollas que cayeron bajo el mandato de oficiales del ejército español. Vale, un imperio, desvaído, pero un imperio.
Llegados a este punto, cabe refugiarnos y plantear el problema en retirada. Los problemas del imperio no comenzaron con las independencias americanas, con esas oligarquías que heredaron posiciones de privilegio y pactaron con las nuevas potencias. Sus problemas comienzan con nosotros, en el presente: cuando su exaltación y la negación de sus vínculos -con su permiso- coloniales solo nos dejan ver sus virtudes y nos impiden entrever todo el sufrimiento perpetrado. Está bien, podemos denominar la relación entre España y América como un dominio imperial de carácter feudal. No obstante, también deberíamos tener en cuenta que, para España, la relación colonial con aquellos territorios siempre fue negada porque aceptarla hubiera implicado que toda agresión contra el espacio americano quedaba al margen del derecho tradicional, un derecho que solo se aplicaba cuando las disputas eran entre sujetos soberanos. Aquellas tierras eran parte de un imperio, sin distinciones jurídicas respecto a la península. Ese era el límite jurídico-político de la noción imperial. Ahora bien, ese límite no excluye las relaciones de poder que, una vez establecidas, dieron lugar a grupos dominados, “subalternizados”, explotados y racializados, población afrodescendiente incluida. En suma, súbditos -cuando lo eran- para nada iguales. Aceptar para el debate estas relaciones no supone asumir culpas con respecto al pasado, no implica flagelarse cual pecador sometido a un acto de contrición. Más bien, entraña hacerse cargo de las responsabilidades cívicas con respecto a los efectos actuales de aquellas antiguas relaciones; hacerse cargo, en suma, de la vulnerabilidad que hoy en día forma parte de las vidas de los otros, de aquellos a los que seguimos ninguneando porque son reos de sus propios actos negligentes: haber abandonado, como hijos pródigos, el seno de la madre patria.
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